Cerro López
Al fin llegaron arriba, era impresionante... allí pasarían la noche
Después
de una larga caminata de más de 6 horas, con mucho calor y polvo, con mucho
esfuerzo, habían llegado.
Todas
estaban cansadas, las caras y las ropas sucias, las alpargatas y las boinas que
eran negras, tenían un color indefinido.
Para
algunas como yo, era la primera vez que subíamos una montaña tan alta, el emblemático
cerro López de Bariloche, todas miraban a su alrededor, mudas.
Este Cerro era el primero que se veía desde
las ventanillas del tren de mochileros. Justo, cuando entraba en la última
curva y se comenzaba a ver el gran lago Nahuel Huapi, aparecían a lo lejos las
montañas y el López, con su característica cumbre de forma semicircular,
siempre nevada.
La
felicidad era compartida, no sabían muy bien si era por el sueño cumplido o por
las maravillas que las rodeaban. Era lo mas parecido a tocar el cielo con las
manos.
No se acostumbraban a partir, nunca antes del mediodía desde su campamento. Allí, donde les daba sombra el cerro Goye, allí donde por las noches se escuchaba el rumor del agua del arroyo Goye, muy cerca del Lago Moreno, allí en Colonia Suiza armaban sus carpas.
Este
grupo, llegaba desde Buenos Aires en un tren de mochileros, viejo tren con
asientos de madera y con la lentitud de los trenes a vapor. En enero, después
de 36 horas de viaje, cruzando
En ese paraíso, pasarían todo el caluroso mes.
Ese lugar seria su casa, dos profesoras y 17 alumnas compartiendo risas, canciones
y típicos problemas de adolescentes.
Cada
una con sus mochilas a los hombros, sus bastones de rama de árbol, recorriendo
caminos y subiendo picadas marcadas en los árboles o rocas, por senderos de
piedra y barro, y haciendo peripecias
para cruzar algún arroyo cristalino y frío de deshielo que aparecía sin aviso.
El sol del mediodía no les dio tregua. Algunos descansos para comer algo y
disfrutar del escandaloso paisaje, de enormes bosques, de viejos cohiues y
pinos.
Por ahí, se asomaban algunas lagartijas
buscando el sol y huían cuando pasaban a su lado Que pena que las fotos en
aquella época eran en blanco y negro. Las cantimploras ya sin agua, se
rellenaban en algún manantial al paso, y los tábanos las perseguían con su
molesto zumbido y sus dolorosas picaduras.
-¿Quién lleva el botiquín?- Se escuchaba de tanto en tanto pidiendo algo para
mitigar el dolor.
Sobre el Cerro López, comenzaba a soplar un viento fresco patagónico, muy agradable después de sufrir tanto calor. A un costado, el refugio del López, aquella casita de piedra con techo de chapas metálicas, las esperaba para un baño caliente y la cena, sopa que la cocinera repartiría por la noche, en platos de metal, con algún sándwich de mortadela o pan con pate de foie, y “otra vez” duraznos en almíbar de postre.
Antes de entrar al refugio, una de las jefas del
grupo exclamo, --- ¡Miren abajo, que paisajes maravillosos!
Alguna
pregunto ¿Dónde está el campamento?’
-Aquel
es el Nahuel Huapi, aunque no se ven todos los brazos, al fondo, en el
horizonte, la planicie de
Quien
explicaba, había recorrido estos lugares varias veces.
En
un solo día, las emociones de lo desconocido, el calor, la agotadora caminata,
el frío de la tarde, que no mermaba, ni con el buzo y campera, que subieron
sujetos a su cintura durante todo el camino.
Con la sopa caliente para reponer fuerzas, la
calefacción de la chimenea del refugio, y las canciones compartidas, se fueron
a dormir en sus bolsas de dormir, pues a la mañana había que seguir subiendo
hasta
Los recuerdos de los maravillosos paisajes
desde el mirador más imponente de Bariloche, acompañarían sus sueños.
El
cerro López, inolvidable cerro López.
Enero
de 1964, Campamento AFER
Marzo
de 2015, en el Puerto de Olivos, Buenos Aires, Argentina, se reúnen un grupo de
señoras a comer, sobre la mesa además de la comida y el vinito, no faltan las
fotos de familia, de hijos y nietos, y algunas en blanco y negro de la vida de
campamento.
Se
festeja el cumpleaños 70 de una de ellas, y el regreso de una del grupo que
vive en Barcelona. Todas, con la memoria y los recuerdos a flor de piel.
Graciela Montello